lunes, 20 de julio de 2015

SE ROMPIÓ EL CELULAR.


El domingo todo auguraba ser un día maravilloso. Era el día programado para la travesía en bicicleta de montaña por la ruta Tuluá, Riofrío, Salónica, Los Alpes, Fenicia, Riofrío y Tuluá. De recorrido eran aproximadamente entre 75 a 80 kilómetros. A pesar de ser el ciclomontañísmo un deporte de alto riesgo, todo indicaba que nada podría salir mal.

Iniciamos a rodar a las 6 am, y ya había consumido un banano y mucho líquido.

Primera parada: Riofrío, y para evitar los síntomas de la fatiga, me comí una barra de cereales, todo era alegría, aún era optimista.

Segunda parada: Salónica. Tal vez eran las 7 am., nos había rendido la mañana. Decidimos desayunar, y así lo hice: consomé con arepa, para prepararme pensando en la subida. Hasta aquí fue pavimento, y en adelante trocha, o carretera destapada hasta Fenicia.

Después de la segunda parada se vinieron muchas más, de Salónica a Los Alpes fueron entre 13 y 15 kilómetros de pavé, y comenzó el sufrimiento, iniciaron los espasmos abdominales y el vómito.

En la mitad del trayecto hubo un momento en el cual pensé regresarme. Pero recordé que el ciclomontañísmo es un deporte de resistencia mental. Cuando se quiebra tu espíritu, todo se viene abajo. En la mitad de ningún lado no puedes permitir esa flaqueza mental. La única opción es seguir adelante. Afortunadamente iba con un buen grupo de amigos, que con su bullying me ayudaron a sobrellevar el cansancio. Hasta se ofrecieron a comprarme la bicicleta.

Llegamos a Los Alpes. Parada técnica: Hidratación. Mucho frío, agotamiento, espasmos abdominales. Según los que conocían la ruta, faltaban 10 kilómetros más de carretera empedrada, mentiras más, mentiras menos. Ahora sí no había regreso. Me encontraba a 10  mil metros de la meta propuesta: Fenicia.

Comenzó el último esfuerzo. Fueron las horas más horribles sobre una bicicleta. Continuaron los espasmos en el abdomen, las náuseas, sumado al amago de calambres en la pierna derecha. En esos momentos uno no sabe si admirarse por su fuerza de voluntad o por su estupidez.

Después de varias horas de duro ascenso por bosques de eucaliptos, por fin tenía frente a mí el pueblo de Fenicia. Se había cumplido el objetivo principal. Pero así mismo había traspasado mis límites. Aún faltaba muchos kilómetros por rodar hasta el punto de inicio: Tuluá.

Pensé que había terminado el sufrimiento. Iniciaba el descenso a Riofrío. Llegó de nuevo el pavimento. La cosa mejoró un poco, desaparecieron los dolores en el abdomen. Todo era felicidad por el objetivo alcanzado.   

Pero se dice que no hay situación por mala que sea, que no pueda empeorar. Llegamos a “Gato Cansao” y la velocidad alcanzada bajando era entre 45 y 50 k/h. En una curva, con algo de arena a 45 k/h la rueda trasera de la todoterreno derrapó y terminé aparatosamente en la cuneta de la carretera. Bendito sea mi casco. En las fracciones de segundo que duró la caída, sentí dos golpes muy fuertes de mi cabeza contra el pavimento, y después lo inevitable: la bicicleta cayó encima.

Mi primera reacción -debe ser a causa del shock por el revolcón- fue ponerme de pie y examinar mi uniforme, buscando agujeros, a continuación revisarme los brazos y la piernas, luego inspeccionar la bicicleta. Todo estaba en orden: el uniforme no sufrió daño, los brazos ilesos y las piernas con raspones sin importancia, la bicicleta sin novedad. Solo había sido el susto.

De repente sentí una breve molestia en el glúteo derecho. Inmediatamente pensé en el bolsillo trasero que tiene mi uniforme de ciclismo, y recordé el contenido de ese bolsillo, ¡mi teléfono celular! Se rompió mi celular. Quedó inservible. Fue la única baja en la caída. Era la fresa que le faltaba a la torta.

De Riofrío a Tuluá puro terreno llano, pavimento, mucho sol y calor. Ya no había ánimo, no había fuerza ni espíritu. Regresaron los espasmos en el abdomen y las náuseas. Justo antes de llegar al corregimiento de Nariño hice la última parada. ¡No va más!

Los últimos kilómetros entre Riofrío y Tuluá los hice en la parte trasera de una camioneta de estacas al lado de mi todoterreno. El costo del aventón fueron 6 mil pesos hasta la calle 30 con carrera 28. Otra salida con sufrimiento. Creo que es la ruta más dura que he hecho hasta ahora. Llegué a la casa a las 2 y 45 de la tarde.

El balance: gané experiencia. Conocí mis límites. No disfruté del bello paisaje. Me quedé sin teléfono.